En el siglo XIX, el periódico fue el escenario por excelencia de la crítica teatral; esta la ejercía uno de los principales redactores o algún colaborador externo, reconocidos por su conocimiento y afición a las artes escénicas. Como la prensa decimonónica tuvo un sello grupal y partidista, algunos críticos compartieron esta misma impronta; por tanto, primó en ella lo ideológico.
En Colombia, las dos fuerzas políticas preponderantes se congregaron en los partidos liberal y conservador, y la crítica teatral militó y se alimentó del ideario de las dos corrientes. Es posible que, en algunas definiciones sobre el teatro, como su estética, y la función que este debía desempeñar dentro de la sociedad, en algunos lapsos del siglo las diferencias no fueran antagónicas; sin embargo, y de manera general, en el modo como esa función se debía desarrollar si lo fue. En nociones que atañen más a la crítica teatral, como, por ejemplo, en lo que el teatro decía y cómo lo debía decir, es donde se encuentran las diferencias generadoras de discrepancias, y en las cuales se pueden apreciar también algunos matices conceptuales. Los tonos altisonantes de la crítica desnudaron las corrientes, reduciéndolas a una especie de consignas. Y esto último fue dominante en los dos últimos decenios del siglo. Exceptuando la inserción de algunos elementos de análisis que proveía la entonces nueva teoría naturalista en el arte, la crítica de los años ochenta fue un eco de los debates más encendidos de los románticos, de mediados del siglo.
La estructura de una columna de crítica periodística se puede resumir así: la primera parte proporcionaba información sobre la obra representada y el dramaturgo; a continuación, se daban datos sobre la compañía, el montaje y la actuación de los más importantes miembros del elenco; por último, otros temas coyunturales se podían abordar como el público, el edificio teatral (iluminación, carencias, escenario, problemas, etcétera). De acuerdo con el estilo del articulista y el espacio asignado dentro del periódico, una de dichas partes sobresalía, ya fuera por su conocimiento de la literatura teatral, por su inteligencia o gracia para abordar diferentes temas, o porque algunos motivos ocasionales así lo exigían.
En las reseñas críticas de los periódicos se fueron repitiendo algunas frases, a lo largo de los años, escritas por diferentes redactores que configuran el estilo decimonónico y, a su vez, se integra a la historia teatral del país. Por ejemplo, entre las frases más frecuentes se hallan las quejas por la carencia de espacio para escribir una crónica completa, para escribir el argumento total de la pieza, o para abordar cada una de las actuaciones y otros aspectos más del montaje; “confesiones” fingidas de la ignorancia del crítico que le permitieran un mejor análisis, o mayor profundización de la obra y su escritor; desinterés en acometer temas que, inevitablemente, suscitarían polémicas con los miembros de la compañía y, por último, invocación de esperanza para que en un futuro cercano se pudiera hablar “en estas páginas” más de teatro.
La primera de las corrientes antes mencionada, asociada con la doctrina conservadora, consideraba buen teatro aquel que preconizaba y defendía los valores cristianos; tuvo sus mejores épocas a mediados del siglo y en los últimos diez años de este. En general, dicha crítica se redujo a calificar las piezas de “buenas”, “inmorales” u “ofensivas”. Eran buenas cuando “había objeto social y moralidad completa”, “ridiculizaban algunas costumbres” y “dejaba una saludable enseñanza”:
El objetivo principal del teatro debe ser, como lo creemos, corregir el vicio, realzar la virtud, poner todos los recursos del arte al servicio de las ideas morales a fin de popularizar las nociones del bien y hacer que se le ame y se le practique (El Zipa, 09/09/1881: 37-38).
Las anteriores, son las premisas que podrían resumir esta corriente y bajo las cuales se analizaban obras y montajes.
Esta misma crítica, anclada en las raíces hispánicas, sobrevaloró dicha cultura teatral de manera selectiva, de acuerdo con su ideología. Si una obra del canon español llegaba precedida de fama y aplausos por sectores conservadores españoles, y aquí su tema o tratamiento dramatúrgico era rechazado, se hacía salvedad de su “moralidad”, afirmando la pertinencia de esa obra para la sociedad para la cual se había escrito, que era distinta de la nuestra.
El periódico El Conservador mantuvo durante su existencia el mismo tono y mordacidad con piezas del repertorio francés y, todavía, en los años ochenta se encuentran ediciones con frases similares a las escritas años atrás; por ejemplo, en la reseña crítica sobre el drama La aldea de San Lorenzo o El cabo Simón, se lee que la pieza es “muy francesa” por las tropas, la batalla, La Marsellesa, los suicidios, los muertos, y otras situaciones más que hacían llorar, “pero sin nada de adulterio y demás inmundicia dramática francesa (El Conservador, 15/09/1881: 98-99).
La otra corriente crítica, asociada con las ideas del liberalismo, estimaba que el teatro era parte esencial de una sociedad “civilizada”; las obras debían “dibujar” la sociedad tal cual era, sin importar el tipo de pasiones que se presentaran en escena y sin esperar que las virtudes vencieran. A raíz del estreno de El gran galeoto, del dramaturgo José de Echegaray, se publicaron artículos que permiten ejemplificar y contraponer las dos corrientes. A dicha obra le antecedió su popularidad y las polémicas originadas en España, especialmente en Madrid. El periódico El Pasatiempo transcribió un artículo de la Revista Contemporánea, firmado por Manuel de la Revilla del cual resaltó algunas frases:
El señor Echegaray a quien el retraimiento de los autores antiguos y la escasa fuerza en los nuevos ha deparado hoy el cetro de la escena, antes es maestro de corrupción [sic] y causa de decadencia para la dramática que modelo digno de imitarse (El Pasatiempo, 24/ 09/1881: 281-283).
Igualmente, El Zipa y El Deber calificaron la obra de inmoral. Por el contrario, dos periódicos liberales se refirieron a El gran galeoto en términos elogiosos. El Liberal [1] retomó ideas reiteradas de la prensa conservadora y afirmó, exactamente, lo contrario, también basándose en artículos ibéricos. Así, lo calificó de “drama rey” del teatro moderno español por la exposición, la trama y el desenlace, “de arte perfecto” y de “versos inimitables”. Y adoptando la misma posición de los radicales de los años cincuenta y sesenta repudió catalogar una obra de teatro de inmoral, porque el teatro no era una cátedra sustituta del púlpito o de la labor de sociedades católicas. Para concluir, el articulista emplea herramientas teóricas de la dramaturgia realista:
Ya estamos cansados del idealismo en el teatro; ya hemos visto, por demás, a la virtud siempre triunfante con su vestido blanco y su aureola de luz; ya sabemos cómo debería ser la sociedad; es necesario que sepamos ahora cómo es; es necesario, como dice Aristóteles, pintar lo malo, lo vergonzoso y lo ridículo tal como es; el teatro debe ser realista; la sociedad debe ver de bulto sus obras; […] es necesario que conozca su retrato (El Liberal, 08/07/1884: 94).
El Diario de Cundinamarca recogió muchos más planteamientos de los liberales radicales; calificó a Echegaray de “ingenio”, término apreciado por entonces, que, en un artista, significaba la conjunción de elementos tan importantes como ser poseedor de creatividad y conocimientos científicos. Subrayaba el periódico que el dramaturgo había sido aplaudido primero por sus correligionarios y, después, por sus antagonistas.
El aplauso general fue el gran sueño de los teatristas románticos y sólo un puñado de actores y actrices lo alcanzaron. Más adelante el Diario dice:
El gran galeoto tendrá defectos, no lo dudamos; es más, podríamos señalar algunos, pero es una obra que en vano pretenderán con censurar los críticos, porque el público se siente subyugado, atraído, sujeto a su influjo desde que el telón se alza majestuosamente, hasta el último instante de la representación (Diario de Cundinamarca, 15/11/1881: 783).
Como en el caso de las reiteraciones de la prensa conservadora, la liberal también tuvo las suyas tales como reconocer los “defectos” de una pieza, más aún cuando el escritor era joven, aunque dichos defectos no se enunciaban; la obra debía motivar para subyugar al público, para que este amara algunas obras, aprendiera parlamentos y tuviera a su alcance un amplio repertorio. Este fue el sueño.
Otro fragmento de la misma crítica en la que, de manera vehemente, señala la relación que se establece entre obra y público, el crítico aprovecha la ocasión para enviar indirectas a los contrarios: “El gran galeoto podrá no convencer, ni deleitar, ni moralizar, ni seducir, pero hace más que todo eso, mucho más, infinitamente más; se impone, avasalla, triunfa y deja batirse en descompuesta retirada al enemigo”.
Ya para concluir este apartado, un aspecto importante para resaltar de la prensa, acentuado al final del siglo, fue la manera como ejerció su función social, convirtiéndola en ejercicio del poder, exigiendo a las compañías acogerse a ciertas prácticas. Estas eran aquellas que cada periódico consideraba apropiadas para la ciudad. A algunos directores artísticos se les pidió cambiar obras porque “no son dignas de nuestro teatro”; o porque “nos parece oportuno advertir al director de la compañía que nuestro público gusta más de comedias de costumbres que lo deleiten y lo instruyan, que de dramas que lo conmuevan” (El Zipa, 20/05/1889: 649), frase que llevaba implícita la premisa de la Ilustración de educar por medio del teatro. Y, también, el ejercicio del poder intolerante, que en este periodo adquirió fuerza hacia obras no ajustadas a la moral cristiana. Cuando se remontaba un drama romántico francés se podía escribir que nuestra sociedad era de costumbres sencillas, o que “entre nosotros no está formado todavía el buen gusto por el teatro”, frase que, con variaciones, hizo carrera hasta mediados del presente siglo XX.
[1] Todas las palabras y frases que están entre comillas remiten al mismo artículo: “Teatro”, en: El Liberal, 8 de julio de 1884, págs. 93-94.