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«EL GRAN GUIÑOL» DE ARTURO LAGUADO: LA OBRA DE UN PRECURSOR

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Artículo publicado en: Teatro colombiano contemporáneo. Antología (1992). Centro de Documentación Teatral. Madrid, España. Esta obra se puede leer en las Bibliotecas Nacional de Colombia, en la Luis Ángel Arango y la de la Enad.

Hablar de cambios e innovaciones, y tal vez de “escándalo” en el teatro colombiano en las últimas tres o cuatro décadas del siglo XX sería un lugar común, aunque no en los años cuarenta y comienzos de los cincuenta, época en la que aparece la primera pieza dramática del entonces joven escritor Arturo Laguado, El gran guiñol, que no encajaba en los parámetros del “buen teatro” que los espectadores estaban acostumbrados a ver en el escenario.

Con la obra llegaban los postulados vanguardistas del teatro europeo, que eran más comunes en otros países latinoamericanos como Argentina y México, pero que en Colombia empezaban a surgir esporádica y tímidamente, entendidos y apreciados sólo por una minoría. Posteriormente, se generalizaron y llegaron a un público más amplio en obras cuyos contenidos enfatizaban la pobreza y las desigualdades sociales del país.

Algunos jóvenes novelistas y cuentistas de dicha época, movidos también por una actitud vanguardista, convirtieron a las generaciones anteriores en blanco de sus ataques. Sostenían que en narrativa se salvaban sólo dos o tres escritores anteriores y que el provincianismo literario del país comenzaba precisamente en la capital. Los jóvenes integrantes del movimiento escénico y los dramaturgos negaban de plano la existencia del teatro colombiano, mientras otros revelaban la paradoja de la presencia de buenos escritores, aunque no de teatro, lo cierto es que numéricamente —comparados con los posteriores— eran escasos, aunque marcaron el comienzo de nuevas búsquedas.

Desde ambas líneas, ya fuera como cuentista o dramaturgo, Arturo Laguado disparaba sus dardos. Decía, a comienzos de 1950, en una entrevista en el periódico bogotano El Liberal: “Nuestra vieja literatura es sencillamente deplorable”; agregaba que no tenía ningún aprecio a los escritores del Centenario y que sólo algunos se salvaban de “esa maraña de barroquismo sentimental que constituye nuestra historia del arte”[1]. Y añadía respecto a los artistas contemporáneos:

Tengo el temor de hacer una afirmación sospechosa de parcialidad; pero, una de las juventudes más brillantes que se han dado en Colombia, es la actual. La afirmación no es gratuita. Basta ver las fuertes individualidades que han surgido en los últimos años (muchas de ellas no conocidas suficientemente todavía), y esto no solamente en poesía —una disciplina que acostumbraron a frecuentar las anteriores—, sino en la novela, en la pintura, etc. […] No quiero afirmar tampoco que son los jóvenes los que nos sacarán del laberinto. Pero sí son ellos quienes han acabado con muchos mitos y quieren reemplazar aquellas cosas […]

[1] “Dice Arturo Laguado, 31 años: Hay dioses de barro con patas de plomo”, en: El Liberal del Domingo (Bogotá), 23 de abril de 1950, pág. 3.

En la línea de fuego

Laguado dividía la historia de la cultura colombiana en dos, y a los intelectuales les asignaba una función “activa” dentro de la vida del país: la anterior cultura “inactiva”, “andaba a lomo de mula y a la gente le gustaba la gramática para entretener sus horas de ocio y la de ahora, tiene avión y radio”. Agregaba, asimismo, que los intelectuales actuales: “saben que para existir, sus fuerzas mentales deben ser vivas y fecundas”.

Con respecto al teatro, negaba su existencia por “culpa de los diferentes gobiernos de este país que no se han preocupado por llenar esta tremenda falla de la cultura nacional”[1]. Consideraba, además, que el apoyo y una academia de arte dramático serían suficiente estímulo para autores y actores.

Para enmarcar las palabras de Laguado, es necesario echar un vistazo al teatro colombiano de ese momento. Por una parte, estaba el exitoso teatro comercial que representaban Luis Enrique Osorio y “Campitos”, ambos muy diferentes. Osorio, como buen comediógrafo que era, incluía en las estructuras tradicionales como la comedia, comedia de enredos, sainete, elementos surrealistas y creaba personajes que a los pocos días se paseaban por las calles colombianas como si fuesen de carne y hueso. Osorio sostenía que en los últimos tiempos (1943-1949), gracias a las iniciativas gubernamentales había un renacimiento del teatro y que éste sí tenía raíces e historia en el país. Consideraba que las mismas compañías eran escuela para los actores. “Campitos” divertía con sátiras y formaba elencos de actores colombianos, españoles, chilenos y mexicanos que actuaban, cantaban y bailaban.

Por otra parte, el teatro de carpa, que llegó a ser bastante popular, presentaba sainetes y comedias costumbristas. Dentro de otra línea del quehacer escénico estaban los dramaturgos que pretendían desmitificar los personajes históricos y mostrarlos como seres humanos, como, por ejemplo, José Gnecco Mozo. La Universidad Nacional en su sede principal de Bogotá empezaba a tener un conjunto teatral estable. Por último, en el montaje esporádico de algunas obras, sus directores invitaban a pintores a decorar los escenarios, tal como en el pasado lo habían hecho los surrealistas.

Varios dramaturgos compartían la única oportunidad de “estrenar” sus obras en la Radiodifusora Nacional. Aunque no se puede hablar de un grupo homogéneo en la escritura y la temática, sí alimentaban deseos por la experimentación, especialmente cuando tenían oportunidad de cambiar las ondas sonoras por las tablas. Aspiraban a crear un teatro cosmopolita que tratara temas universales. Algunos de estos creadores estaban influidos por las teorías de Gordon Craig, a la cabeza de los cuales se ubicaba Bernardo Romero Lozano; aquellos que abogaban por una escuela de arte dramático seguían los postulados de Louis Jouvet. Víctor Mallarino empezaba a hablar de “rito” y “ceremonia teatral”.

Precisamente, de este grupo de dramaturgos que se iniciaron en la Radio Nacional surge, teatralmente hablando, Arturo Laguado. Sus primeras obras se estrenaron allí; las comedias Se permite la aventura, Pericardias, y El tratado, el entremés Los fantasmas cándidos. Fue coautor de tres episodios titulados El ciudadano número cero. Posteriormente, estos episodios fueron publicados en el quincenario Crítica, de Bogotá, en 1950, y El tratado, en el periódico bogotano El Liberal, en noviembre de 1949.

Para escribir El tratado, el autor tuvo como referente inmediato la Conferencia Panamericana, celebrada en Bogotá en 1948. Su fina ironía y el ingenio de sus frases fueron razones suficientes para su popularidad.

Además de las obras para la radio, escribió El gran guiñol, 1950, La jaula, 1961 (publicada en 1983) y Dulcinea, tragedia para títeres, farsa en dos actos, 1960, inédita. El gran guiñol se publicó por primera vez en febrero de 1950 y fue estrenada el 13 de diciembre del mismo año por la compañía española Lope de Vega, dirigida por José Tamayo. La compañía, para finalizar temporada con una obra nacional, convocó al concurso que ganó Laguado.

[1] Monroy, Álvaro. “No hay teatro, pero tenemos dramaturgos. Reportaje con Arturo Laguado”, en El Tiempo. Suplemento Literario (Bogotá), 26 de marzo de 1950, pág. 2.

Un estreno polémico

La obra está dividida en los tradicionales tres actos; las escenas del primero ocurren entre bastidores. Muestran un mundo cerrado —el circo— que se encuentra en crisis. Las relaciones de los personajes están edificadas sobre la contradicción. De manera aparente ese mundo se ha mantenido unido, porque dentro de esa crisis existe un equilibrio y, sobre todo, porque todos desean y aman —a su manera— a Melusa, la trapecista, esposa del dueño del circo, quien representa una proyección de los deseos de cada uno.

En el segundo acto, la acción es interior. Las primeras escenas ocurren entre cajas y las finales en la arena del circo, frente a un público inexistente. Los personajes cambian sus relaciones en la medida en que Melusa encuentra un “alma” diferente a la que tenía. En el tercer acto ocurre el desenlace, completamente inesperado. El circo se acaba y Melusa muere.

Como elemento de cambio dentro de la escritura teatral, Laguado introduce acotaciones escénicas sustanciales. Además de referirse a los elementos realistas de un decorado “económico”, sugiere una serie de movimientos y gestos que son fundamentales, dado que ellos, en sí mismos, son como un parlamento y forman parte del simbolismo de la obra. En ciertos aspectos, como en los nombres de algunos personajes y en la divertida escena del ruido que producen unos zapatos, el simbolismo es obvio; en otros casos, no.

Siguiendo la misma temática planteada por la filosofía occidental sobre la realidad, y en el teatro, de una manera diferente a como lo trataba el teatro realista, el autor en El gran guiñol cuestiona su unicidad, a la manera de Pirandello en Seis personajes en busca de autor. Esta influencia es clara durante los tres actos, aunque en el tercero aparecen elementos del absurdo.

Laguado introduce varios elementos para mostrar la falta de límites entre realidad e irrealidad: la paradoja, que se halla en la estructura misma de la obra; el destino de los personajes que está en manos del mago Salimbene; él ha gobernado a los payasos, a Atlas, al dueño del circo y ha modelado una nueva “alma” a Melusa. Al final y, de manera sorprendente, Vala, esposa del mago, ayudada por Pulic —quien ha llegado al circo en el primer acto y no conoce ningún oficio circense— mueve los hilos del destino a su antojo.

Por otro lado, lo público y lo privado no constituyen una dicotomía: cada personaje subraya su papel frente al público como diferente de su mundo privado. Sin embargo, ambas son actuaciones sutiles que se imbrican. La obra también invierte los conceptos de lo moral o lo inmoral. Y finalmente, la vida y la muerte son tan sólo actuaciones que pertenecen a la misma farsa.

Dentro de similar simbología se incluye el espacio escénico y los diálogos. Estos últimos, bastante cortos, marcan el ritmo. Frases y paradojas le imprimen humor, aunque algunas de ellas forman parte de los juegos mentales del hombre de la calle.

El estreno causó polémicas y rechazo por parte de ciertos sectores de la sociedad bogotana, entre otras razones por considerarla inmoral, esnobista y de “escenografía paupérrima”, como la calificó algún reseñista. También, gracias a la polémica, se debatieron otros temas que, en los años siguientes, irían adquiriendo importancia, como, por ejemplo, la necesidad de una arquitectura teatral diferente a la existente hasta dicho momento, para representar en forma adecuada este tipo de teatro.

La jaula trata el tema del periodo histórico denominado “la violencia” en el país. Fue escrita en el exterior, cuando el autor hacía sus estudios de doctorado. Los primeros dramaturgos que comenzaron a tratar este tema lo hicieron a mediados del cincuenta y en la década del sesenta. Además de Laguado, incluiríamos en esta primera etapa a Gustavo Andrade y Marino Lemos. Después vendrían Carlos Duplat, Gilberto Martínez, Jairo Aníbal Niño y otros más.

La jaula introduce la técnica brechtiana por medio de varios narradores que dan otra versión de la que se está viendo en escena. Los personajes evocan el pasado, “la violencia”, y estos recuerdos se ponen en escena como si estuvieran ocurriendo en el presente, actualizándolos. El personaje central es el prototipo del antihéroe que no se compromete; sin embargo, los hechos son tan determinantes que al final queda involucrado. La obra fue estrenada con motivo de la fundación del Teatro Popular El Tablón de Cúcuta, el 22 de septiembre de 1988, bajo la dirección de Édgar Bello.

Como se puede apreciar, la obra de Laguado puede considerarse como precursora de algunas de las direcciones que tomó posteriormente el teatro nacional, y su función, junto con la de otros escritores de ese momento, fue la de abrir la puerta a las nuevas tendencias.

Arturo Laguado nació en Cúcuta (Norte de Santander) en 1919 y murió en Bogotá el 2 de noviembre de 2001. Escritor y dramaturgo.

Estudió Derecho en la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, y se doctoró en Derecho Internacional en la Sorbona, París. Allí mismo realizó estudios de Sociología del Arte (1958-1963). En el Centro de Estudios de la Radio y Televisión de Francia estudió radio, cine y televisión. En 1962-1963, fue director y autor del programa "Aspectos de la Historia de Francia" en la radio francesa. Durante su permanencia en Europa fue corresponsal de periódicos y revistas colombianas y venezolanas. Colaborador del Boletín Cultural y Bibliográfico de la Biblioteca Luis Ángel Arango, en los años sesenta del siglo XX, principalmente.

En 1964 fue director de la Escuela Teatro Tempo en Buenos Aires, Argentina. En esta misma ciudad colaboró en la Radio Nacional y en la radio Municipal. En Bogotá estuvo vinculado a la Radiodifusora Nacional, primero en 1948-1949 y luego desde 1984 hasta los años noventa del siglo XX.

Publicó las novelas Danza para ratas, La cola de la osa mayor y Mirando para adentro y el libro de cuentos La rapsodia de Morris.

 

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