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EL TEATRO FINISECULAR EN BOGOTÁ

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El presente artículo fue publicado en un número monográfico de la revista Gaceta dedicado al poeta José Asunción Silva, cuya vida transcurrió en un periodo de la vida colombiana de grandes transformaciones. Según lo escribió en la “Presentación” Rubén Sierra Mejía: “Aun cuando Bogotá era todavía una aldea, no puede negarse que en ese fin de siècle se vivía una extraordinaria actividad intelectual”. Por tanto, todos los artículos publicados en este número están dedicados a dicho periodo. Gaceta (Bogotá), Colcultura, No. 32-33, abril de 1996, págs. 74-80.

En conversaciones literarias del Diario de Cundinamarca (23/08/1884: 301) se publicó una “carta a un amigo ausente” firmada por Adriano Páez, redactor del periódico, donde se lee que en Bogotá el gusto literario había mejorado gracias a la “introducción de buenos libros franceses ingleses y españoles”, al aumento de lectores y a nuevas traducciones hechas por catalanes, las cuales se alimentaban no sólo de los “indigestos mamotretos del siglo de oro” sino que ya empezaban a conocerse, por este medio, obras de autores ingleses y alemanes como Goethe, Friedrich Schiller, Heinrich Heine, Charles Dickens, Alfred Tennyson, y otros.

Los importantes cambios en la literatura, que auguraban los nuevos hábitos lectores beneficiaban, igualmente, al teatro. La teoría naturalista de Émile Zola estaba mostrando su influencia debido a su estudio, y Víctor Hugo era un abuelito respetable, pero sin vigencia.

Entre los dramaturgos otros cambios se empezaban a percibir con relación a su papel como creadores artísticos. En efecto, los nuevos dramaturgos admiraban a los románticos por su integridad y valor para las acciones políticas, su entrega a la búsqueda de ideales republicanos; sin embargo, les criticaban el tiempo invertido en luchas estériles, a cambio de dedicarse a escribir o a fomentar asociaciones que promovieran la cultura y a buscar medios más apropiados para el avance del país. Por esto criticaron todo lo que les irritaba de la sociedad y que ellos consideraban se trataba de herencias arraigadas de la política.

En general, los escritores de final del siglo buscaron la perfección formal en los estilos y la solidez del oficio creador. Entre ellos, infortunadamente, el dramaturgo fue quien menos la alcanzó por las dificultades que encontró para poner en escena sus obras, dado el grado de complejidad que esto conllevaba. Los dramaturgos protestaron por la falta de apoyo de los estamentos gubernamentales para montar sus obras en el Teatro Nacional, pues anhelaban escribir no solo para ser leídos, sino también para mostrarse frente al difícil y heterogéneo público colombiano. Tal vez por dichos motivos, los comediógrafos buscaron montar comedias cortas en pequeñas salas públicas, en sus hogares y en haciendas, que servían de divertimento para amigos y conocidos; hecho que, posteriormente, fue interpretado solo como parte de tradiciones familiares y de veladas de intelectuales.

Aunque algunas de las piezas teatrales escritas durante este periodo conservan elementos del romanticismo, la mayoría pertenecen a la estética realista y naturalista. Un mismo dramaturgo podía cultivar ambas tendencias, en verso, así se tratara de temas íntimos o su argumento se desarrollara en ambientes familiares. Los escritores más conocidos del periodo fueron Constancio Franco Vargas (1842-1917), Adolfo León Gómez (1860-1927), Carlos Arturo Torres (1867-1911), Teodoro Aquilino León (1839-1908), Isidro Vargas V., Ildefonso Díaz del Castillo (1856-1926), Emilio Antonio Escobar (1857-1885), entre otros más.

La crítica teatral

En el siglo XIX, el periódico fue el escenario por excelencia de la crítica teatral; esta la ejercía uno de los principales redactores o algún colaborador externo, reconocidos por su conocimiento y afición a las artes escénicas. Como la prensa decimonónica tuvo un sello grupal y partidista, algunos críticos compartieron esta misma impronta; por tanto, primó en ella lo ideológico.

En Colombia, las dos fuerzas políticas preponderantes se congregaron en los partidos liberal y conservador, y la crítica teatral militó y se alimentó del ideario de las dos corrientes. Es posible que, en algunas definiciones sobre el teatro, como su estética, y la función que este debía desempeñar dentro de la sociedad, en algunos lapsos del siglo las diferencias no fueran antagónicas; sin embargo, y de manera general, en el modo como esa función se debía desarrollar si lo fue. En nociones que atañen más a la crítica teatral, como, por ejemplo, en lo que el teatro decía y cómo lo debía decir, es donde se encuentran las diferencias generadoras de discrepancias, y en las cuales se pueden apreciar también algunos matices conceptuales. Los tonos altisonantes de la crítica desnudaron las corrientes, reduciéndolas a una especie de consignas. Y esto último fue dominante en los dos últimos decenios del siglo. Exceptuando la inserción de algunos elementos de análisis que proveía la entonces nueva teoría naturalista en el arte, la crítica de los años ochenta fue un eco de los debates más encendidos de los románticos, de mediados del siglo.

La estructura de una columna de crítica periodística se puede resumir así: la primera parte proporcionaba información sobre la obra representada y el dramaturgo; a continuación, se daban datos sobre la compañía, el montaje y la actuación de los más importantes miembros del elenco; por último, otros temas coyunturales se podían abordar como el público, el edificio teatral (iluminación, carencias, escenario, problemas, etcétera). De acuerdo con el estilo del articulista y el espacio asignado dentro del periódico, una de dichas partes sobresalía, ya fuera por su conocimiento de la literatura teatral, por su inteligencia o gracia para abordar diferentes temas, o porque algunos motivos ocasionales así lo exigían.

En las reseñas críticas de los periódicos se fueron repitiendo algunas frases, a lo largo de los años, escritas por diferentes redactores que configuran el estilo decimonónico y, a su vez, se integra a la historia teatral del país. Por ejemplo, entre las frases más frecuentes se hallan las quejas por la carencia de espacio para escribir una crónica completa, para escribir el argumento total de la pieza, o para abordar cada una de las actuaciones y otros aspectos más del montaje; “confesiones” fingidas de la ignorancia del crítico que le  permitieran un mejor análisis, o mayor profundización de la obra y su escritor; desinterés en acometer temas que, inevitablemente, suscitarían polémicas con los miembros de la compañía y, por último, invocación de esperanza para que en un futuro cercano se pudiera hablar “en estas páginas” más de teatro.

La primera de las corrientes antes mencionada, asociada con la doctrina conservadora, consideraba buen teatro aquel que preconizaba y defendía los valores cristianos; tuvo sus mejores épocas a mediados del siglo y en los últimos diez años de este. En general, dicha crítica se redujo a calificar las piezas de “buenas”, “inmorales” u “ofensivas”. Eran buenas cuando “había objeto social y moralidad completa”, “ridiculizaban algunas costumbres” y “dejaba una saludable enseñanza”:

El objetivo principal del teatro debe ser, como lo creemos, corregir el vicio, realzar la virtud, poner todos los recursos del arte al servicio de las ideas morales a fin de popularizar las nociones del bien y hacer que se le ame y se le practique (El Zipa, 09/09/1881: 37-38).

Las anteriores, son las premisas que podrían resumir esta corriente y bajo las cuales se analizaban obras y montajes.

Esta misma crítica, anclada en las raíces hispánicas, sobrevaloró dicha cultura teatral de manera selectiva, de acuerdo con su ideología. Si una obra del canon español llegaba precedida de fama y aplausos por sectores conservadores españoles, y aquí su tema o tratamiento dramatúrgico era rechazado, se hacía salvedad de su “moralidad”, afirmando la pertinencia de esa obra para la sociedad para la cual se había escrito, que era distinta de la nuestra.

El periódico El Conservador mantuvo durante su existencia el mismo tono y mordacidad con piezas del repertorio francés y, todavía, en los años ochenta se encuentran ediciones con frases similares a las escritas años atrás; por ejemplo, en la reseña crítica sobre el drama La aldea de San Lorenzo o El cabo Simón, se lee que la pieza es “muy francesa” por las tropas, la batalla, La Marsellesa, los suicidios, los muertos, y otras situaciones más que hacían llorar, “pero sin nada de adulterio y demás inmundicia dramática francesa (El Conservador, 15/09/1881: 98-99).

La otra corriente crítica, asociada con las ideas del liberalismo, estimaba que el teatro era parte esencial de una sociedad “civilizada”; las obras debían “dibujar” la sociedad tal cual era, sin importar el tipo de pasiones que se presentaran en escena y sin esperar que las virtudes vencieran. A raíz del estreno de El gran galeoto, del dramaturgo José de Echegaray, se publicaron artículos que permiten ejemplificar y contraponer las dos corrientes. A dicha obra le antecedió su popularidad y las polémicas originadas en España, especialmente en Madrid. El periódico El Pasatiempo transcribió un artículo de la Revista Contemporánea, firmado por Manuel de la Revilla del cual resaltó algunas frases:

El señor Echegaray a quien el retraimiento de los autores antiguos y la escasa fuerza en los nuevos ha deparado hoy el cetro de la escena, antes es maestro de corrupción [sic] y causa de decadencia para la dramática que modelo digno de imitarse (El Pasatiempo, 24/ 09/1881: 281-283).

Igualmente, El Zipa y El Deber calificaron la obra de inmoral. Por el contrario, dos periódicos liberales se refirieron a El gran galeoto en términos elogiosos. El Liberal [1] retomó ideas reiteradas de la prensa conservadora y afirmó, exactamente, lo contrario, también basándose en artículos ibéricos. Así, lo calificó de “drama rey” del teatro moderno español por la exposición, la trama y el desenlace, “de arte perfecto” y de “versos inimitables”. Y adoptando la misma posición de los radicales de los años cincuenta y sesenta repudió catalogar una obra de teatro de inmoral, porque el teatro no era una cátedra sustituta del púlpito o de la labor de sociedades católicas. Para concluir, el articulista emplea herramientas teóricas de la dramaturgia realista:

Ya estamos cansados del idealismo en el teatro; ya hemos visto, por demás, a la virtud siempre triunfante con su vestido blanco y su aureola de luz; ya sabemos cómo debería ser la sociedad; es necesario que sepamos ahora cómo es; es necesario, como dice Aristóteles, pintar lo malo, lo vergonzoso y lo ridículo tal como es; el teatro debe ser realista; la sociedad debe ver de bulto sus obras; […] es necesario que conozca su retrato (El Liberal, 08/07/1884: 94).

El Diario de Cundinamarca recogió muchos más planteamientos de los liberales radicales; calificó a Echegaray de “ingenio”, término apreciado por entonces, que, en un artista, significaba la conjunción de elementos tan importantes como ser poseedor de creatividad y conocimientos científicos. Subrayaba el periódico que el dramaturgo había sido aplaudido primero por sus correligionarios y, después, por sus antagonistas.

El aplauso general fue el gran sueño de los teatristas románticos y sólo un puñado de actores y actrices lo alcanzaron. Más adelante el Diario dice:

El gran galeoto tendrá defectos, no lo dudamos; es más, podríamos señalar algunos, pero es una obra que en vano pretenderán con censurar los críticos, porque el público se siente subyugado, atraído, sujeto a su influjo desde que el telón se alza majestuosamente, hasta el último instante de la representación (Diario de Cundinamarca, 15/11/1881: 783).

Como en el caso de las reiteraciones de la prensa conservadora, la liberal también tuvo las suyas tales como reconocer los “defectos” de una pieza, más aún cuando el escritor era joven, aunque dichos defectos no se enunciaban; la obra debía motivar para subyugar al público, para que este amara algunas obras, aprendiera parlamentos y tuviera a su alcance un amplio repertorio. Este fue el sueño.

Otro fragmento de la misma crítica en la que, de manera vehemente, señala la relación que se establece entre obra y público, el crítico aprovecha la ocasión para enviar indirectas a los contrarios: “El gran galeoto podrá no convencer, ni deleitar, ni moralizar, ni seducir, pero hace más que todo eso, mucho más, infinitamente más; se impone, avasalla, triunfa y deja batirse en descompuesta retirada al enemigo”.

Ya para concluir este apartado, un aspecto importante para resaltar de la prensa, acentuado al final del siglo, fue la manera como ejerció su función social, convirtiéndola en ejercicio del poder, exigiendo a las compañías acogerse a ciertas prácticas. Estas eran aquellas que cada periódico consideraba apropiadas para la ciudad. A algunos directores artísticos se les pidió cambiar obras porque “no son dignas de nuestro teatro”; o porque “nos parece oportuno advertir al director de la compañía que nuestro público gusta más de comedias de costumbres que lo deleiten y lo instruyan, que de dramas que lo conmuevan” (El Zipa, 20/05/1889: 649), frase que llevaba implícita la premisa de la Ilustración de educar por medio del teatro. Y, también, el ejercicio del poder intolerante, que en este periodo adquirió fuerza hacia obras no ajustadas a la moral cristiana. Cuando se remontaba un drama romántico francés se podía escribir que nuestra sociedad era de costumbres sencillas, o que “entre nosotros no está formado todavía el buen gusto por el teatro”, frase que, con variaciones, hizo carrera hasta mediados del presente siglo XX.

[1] Todas las palabras y frases que están entre comillas remiten al mismo artículo: “Teatro”, en: El Liberal, 8 de julio de 1884, págs. 93-94.

El teatro nacional

El tema de un teatro nacional ha sido abordado a lo largo de la historia por diferentes culturas y, como consecuencia, existe un corpus conceptual sobre el significado de lo nacional en el teatro. Así, por ejemplo, el concepto de teatro nacional como un teatro que debe dar cuenta del espíritu de una nación, de sus costumbres peculiares o de la idiosincrasia patria y, a su vez, adquirir un compromiso cultural con sus gentes, está asociado al desarrollo de la filosofía Ilustrada, en algunos países europeos, especialmente en Alemania, Austria, Suecia, Polonia y Rusia. En Alemania y Austria, con el correr de los años, el postulado teórico se reflejó en la práctica en un modelo de teatro subvencionado por el Estado o por autoridades municipales. En otros países como Inglaterra, Francia, España e Italia, cuya tradición teatral está enraizada en el pueblo y sus manifestaciones, han dado nacimiento a grandes dramaturgos y han encontrado una forma teatral propia que los identifica, el tema del teatro nacional adquirió ópticas diferentes, de acuerdo con la época en que se abordó el tema. En efecto, diferentes fueron los conceptos de lo nacional en la España del conde de San Luis, cuando en 1849 decretó la nacionalización del Teatro de El Príncipe —a partir de ese momento se llamó Teatro Español—, a la España de este siglo bajo el gobierno fascista. O el teatro de la Moscú bolchevique con una práctica teatral sui generis, que es referencia obligada y paradigma de lo nacional.

La búsqueda por crear un teatro granadino o colombiano, esto es, una expresión artística propia, acompañó a teatristas y dramaturgos de todo el país. No importaba que para algunos este teatro se alimentara de la literatura dramática española, o de la francesa para otros. Los teatristas decimonónicos, que respiraban en arte el mismo oxígeno de la liberación política y aspiraban a conformar un país, fueron modelando un teatro en condiciones precarias, acondicionándolo a las circunstancias y a la infraestructura existente.

A pesar de esa búsqueda, el tema de establecer un teatro nacional sólo fue planteado a finales del siglo. Teóricamente mantuvo la influencia de la Ilustración, de un siglo atrás, de fomentar el teatro con el objeto de educar al pueblo; a este concepto se añadió otro, doméstico —que primaba en el ámbito político e impregnó varias esferas de la vida del país—, de “regenerar” las malas costumbres. En la práctica, se concretó en la construcción del Teatro Nacional, posteriormente bautizado Teatro de Cristóbal Colón. Este pensamiento de lo nacional está enmarcado dentro de la política de centralización y unidad nacional, el cual quedó plasmado en la Constitución de 1886. En el plano cultural se crearon, además del Teatro Nacional, otras instituciones con el mismo carácter como el Archivo Nacional, el Museo Nacional, la Escuela Nacional de Música y otras.

Al edificio teatral se le asignó la misión de ser sede de las más refinadas manifestaciones artísticas. Para los gobiernos finiseculares el “regenerar” también significaba “tradición”, lo “español” de nuestra cultura; por tanto, refinada manifestación se tradujo en la alta literatura dramática española y en la presentación de compañías españolas con repertorio clásico. Refinada manifestación también se tradujo como ópera italiana, cuyo repertorio fue conocido desde mediados del siglo. Al país no llegaron muchas compañías con las características exigidas por la teoría, y en el Teatro Nacional o de Colón se presentaron algunas sin tantos méritos artísticos y con el repertorio español posromántico de ese momento. Tanto para el teatro recitado como para el lírico no se asignaron recursos económicos para crear escuela ni para promover la llegada de conjuntos de primer orden.

También el teatro debía albergar las musas nacionales. Como en los casos anteriores, en la práctica —salvo la promoción de algunos concursos de textos para artes escénicas— no se realizaron acciones efectivas en pro del teatro como espectáculo y no sólo como texto escrito.

El teatro finisecular ignoró experiencias anteriores para dar un “digno” nacimiento al teatro nacional y el repertorio e ideas anteriores fueron quedando sepultadas. La causa principal fue ideológica porque a ese pasado pertenecían los liberales de mediados de siglo quienes, inclusive hasta la década de los años setenta, habían sido protagonistas del quehacer teatral, se habían destacado como dramaturgos, comediógrafos, actores y promotores en la conformación de compañías. Ahora, los regeneradores abordaban primero que todo el problema de la infraestructura que, indiscutiblemente, era una necesidad, y dentro de la temática de lo nacional el punto de partida fue el del local, como representativo de todo el quehacer artístico. La forma arquitectónica que se adoptó fue la italiana en herradura, con su característica dual: la representación del público es tan importante como la de los actores en el escenario; los asistentes no sólo van a ver sino a ser vistos.

Teatristas liberales, en los años cincuenta, habían sido pioneros en la introducción de la ópera en Bogotá; pero, ya para el año de 1869 empezaron a teorizar sobre la inconveniencia del espectáculo debido a su elitización, al poco acceso que tenían a él la gente del pueblo, lo costoso que resultaba promover un desarrollo del teatro a partir de la ópera, dadas las condiciones económicas del país. Fueron los primeros en llevar esta discusión a la dicotomía: ópera para la aristocracia y teatro recitado para el pueblo. Como un axioma opuesto, los gobiernos conservadores quisieron plasmar el espíritu patrio, preferiblemente por medio de la ópera.

En Bogotá, donde de manera casi simultánea se inauguró primero el Teatro Municipal (1890) y después el de Cristóbal Colón (1892), los periódicos conservadores reafirmaron las anteriores dicotomías: al Colón asistiría la “aristocracia” y al Municipal la “burguesía”, dos clases “muy apreciables, mas no deben mezclarse” (El Reporter, 11/04/1899: 3). Los contendientes políticos la plantearon como: el Colón lugar de diversión de los ricos, el Municipal del pueblo. Seguramente, por la forma como las autoridades municipales compartieron con la ciudadanía el proceso de construcción del Municipal, el hecho de nombrar una administración más eficiente que la del Colón —caracterizada por las prebendas políticas—, por la variedad y novedad de los espectáculos que presentaba, el Municipal se ganó el cariño de los bogotanos, quienes lo sintieron suyo.

Si para el gobierno crear un teatro nacional era ante todo edificar un teatro que se convirtiera en símbolo del poder, para algunos intelectuales —entre ellos el dramaturgo y poeta Adolfo León Gómez—, la creación de un teatro nacional era el resultado del nacimiento de un gran poeta dramático y, por tanto, el siglo XIX no lo había logrado porque el país no tenía todavía un Lope de Vega o un Shakespeare; en parte, debido a la falta de interés y de estímulo de las esferas gubernamentales. Esta misma corriente consideraba que un teatro nacional no solo era un edificio, hasta ese momento vacío, sino que debía cumplir con el objetivo de escenificar las obras de los dramaturgos colombianos. León Gómez más cerca del pensamiento alemán del siglo XVIII, proponía una dramaturgia basada en episodios de la historia patria, aunque muchos de sus capítulos, especialmente los de las guerras, debían suavizarse para evitar el calificativo de pueblo bárbaro.

El teatro que los bogotanos vieron

En los primeros años de la década de los ochenta, las últimas compañías nacionales que habían luchado de manera tenaz para mantener sus organizaciones se desintegraron definitivamente, y varios de los actores pioneros murieron sin dejar sucesores. En los últimos veinte años, sólo dos actores bogotanos se destacaron: Domingo Torres y Manuel Cancino, quienes acometieron la empresa de crear un teatro lírico y dramático. A pesar de su interés, reconocido y aplaudido por los bogotanos, la prensa los tildaba con frecuencia de arrogantes y de mirar con desdén todo lo nacional; Domingo Torres trató de concretar su idea conformando una compañía que, infortunadamente, no permaneció en el tiempo, y Cancino logró su anhelo de viajar a España a estudiar arte dramático, apoyado, en parte, por su público. Así que su ausencia hizo desaparecer su agrupación.

La actividad escénica bogotana quedó en manos de las compañías visitantes, en su mayoría españolas y en menor número italianas. Si los promotores de la hispanidad hubieran tomado como parámetro para medir la cultura bogotana la actualidad de los repertorios, el final del siglo fue el momento en que se estuvo más al día en ellos, pues en poco tiempo una obra estrenada en Madrid llegaba a esta lejana Bogotá. En cambio, los sectores que seguían encontrando en Francia la meca de la cultura y buscaban, además, otras fuentes culturales, afirmaban humorísticamente que no apreciaban la cultura hispana porque ya no tenía “regeneración”.

Esta oportunidad de recibir el repertorio español se debió en parte al mayor flujo de compañías que, comparándolo con décadas anteriores, fue superior y ellas estaban mejor organizadas. Varios factores influyeron en dicha afluencia; por una parte, se produjo la comercialización del teatro con arreglo a las bases económicas sustentadas por un empresario; por otra, al mejoramiento de los medios de comunicación del país y de toda Latinoamérica que favorecieron el desplazamiento, en mejores condiciones, de compañías extranjeras de drama, ópera y zarzuela, ecuestres, acróbatas y otras. Finalmente, algunos países de Centro América y Argentina poseían una infraestructura teatral importante, en especial Argentina, que seguía recibiendo oleadas de inmigrantes amantes del teatro y exigentes con la vida nocturna, así que los empresarios aprovechaban algunas contrataciones de los argentinos para mover por otros países de la región compañías más accesibles por sus costos.

Ya estaban pasando a la historia los años en que las pequeñas compañías que se aventuraban por Latinoamérica se asentaban durante meses, inclusive años, integradas al medio social y artístico de cada país, enseñando, contratando actores y actrices nacionales y compartiendo el repertorio. Ahora las mejores compañías venían con el tiempo limitado por otros compromisos adquiridos y por las exigencias de los empresarios; un poco más completos sus elencos, y como parte de la propaganda los artistas principales exhibían títulos obtenidos en los conservatorios. El entrenamiento y la escuela de los actores empezó a ser el tema dentro de las artes escénicas de todas partes.

Las más importantes compañías dramáticas que llegaron hasta Bogotá fueron Fernández-Birelli, Dramática Ortiz, Lírica-Dramática Luque, Dramática Amato, Lírica- Dramática Azuaga, Dramática Duclós y Serrador-Marí. En su repertorio trajeron todavía piezas románticas y dramaturgos muy presentados durante la segunda parte del siglo como Manuel Bretón de los Herreros (1795-1875), Ventura de la Vega (1807-1865), Eugene Schribe (1791-1861), y otros más, con piezas que no suscitaran polémicas entre los sectores conservadores. La novedad dentro de su equipaje artístico fue las piezas de escritores españoles considerados por algunos críticos como posrománticos, los representantes de la alta comedia o los primeros realistas, tales como José Echegaray (1832-1916), Abelardo López de Ayala (1828-1879), Enrique Gaspar (1842-1902), Manuel Tamayo y Baus (1829-1898), Leopoldo Cano (184-1936), Vital Aza (1851-1912) y Joaquín Dicenta (1863-1917).

El repertorio francés en cambio fue escaso; el escritor más representado fue Alejandro dumas, hijo (1824-1895), con la Dama de las Camelias, basada en su novela del mismo título; este drama tuvo mucho éxito en Francia y provocó disputas; Demi monde y Dionisia, ambas obras siguen el mismo camino de la Dama de las Camelias. El autor pone en boca de las heroínas parlamentos vehementes señalando las injusticias sociales. El mérito de Dumas consistió en romper de manera radical con el romanticismo, representando la vida cotidiana de hombres comunes; su temática descansa en la reiteración de algunos motivos que pueden afectar a la familia como los hijos nacidos por fuera del matrimonio, la prostitución, la mala educación de los jóvenes, etc. La prensa liberal, sin desconocer sus méritos, lo calificó como un “predicador laico” [1].

La pieza realmente diferente a las antes citadas fue la presentación de Los Tejedores [2], de Gerhart Hauptmann (1862-1946), traída por la Compañía de José M. Prado en 1895. La obra fue escrita por Hauptmann en 1892 y estrenada en Berlín en 1894, en circunstancias difíciles [3]. Es considerada la pieza naturalista por excelencia del autor, la cual marca la ruptura con su anterior teatro de agitación. El autor, influido por la concepción artística naturalista, que exigía como misión principal desenmascarar la idealización, eliminar el patetismo, va más allá en los primeros dramaturgos naturalistas al escenificar ya no una persona o una familia como protagonista, sino un fragmento de la “historia natural” de una clase laboral, en vías de extinción, gracias a los progresos mecanicistas. La crónica es la estructura de la obra y la acción gira alrededor de la revuelta de los tejedores; el objetivo central de su lucha es obtener el alza de salarios.

Analizadas en la actualidad, a la luz de la teoría marxista, tanto los dramas Juan José, de Joaquín Dicenta, como Los tejedores, no muestran un enfrentamiento de clases; y la primera quedaría reducida a un problema de honor y la segunda a una excelente pieza del naturalismo. Sin embargo, la recepción que tuvieron en su momento como obras sociales, amerita tratarlas no como casos aislados sino parte de una serie de piezas teatrales que colmaron las expectativas de algunos sectores de la sociedad, e influyeron en dramaturgos colombianos, como Jacinto Albarracín, a comienzos del siglo XX. Adicionalmente, no se puede olvidar que desde mediados del siglo XIX la estética realista se abría paso con obras del francés Félix Pyat (1810-1889), traducidas por colombianos con el objeto de escenificarlas, pues estaban de acuerdo con el autor en que el “pueblo” debía ser protagonista en el teatro. Dichas traducciones también querían huir, de manera deliberada, de las versiones y arreglos de las españolas, para hacerlas más cercanas a las circunstancias locales.

[1] “Vida social”, en La Crónica, 2 de junio de 1899, pág. 3. El calificativo de “predicador laico” fue utilizado por Denis Diderot (1713-1784) en su obra La paradoja del comediante, como característica propia de los actores.

[2] La obra no tiene un protagonista, aquí es sustituido por un colectivo: los tejedores de Silesia. La miseria de éstos había sido cantada en 1844 por Heine y en este poema se basó Hauptmann para componer la suya. También el dramaturgo se documentó en la obra histórica de Alfred Zimmermann y en los relatos de su abuelo, quien había sido tejedor.

[3] La obra fue considerada subversiva; su autor tuvo que presentare ante un tribunal a declarar y la autorización para el estreno se demoró. Alemania atravesaba por una situación política interna difícil: huelga de mineros que fortaleció el partido Socialdemócrata, caída del canciller Bismarck, agitación obrera, persecución a intelectuales.

¡Y las señoras usaron los asientos de platea!

A fines del siglo una verdadera revolución se produjo dentro de los teatros. Por fin las damas bogotanas bajaron a la platea, sitio exclusivo de los hombres, se sentaron en las lunetas o sillas individuales y corrieron el riesgo de que un espectador desconocido se hiciera a su lado.

Las mujeres de las clases altas colombianas poco habían frecuentado los coliseos y cuando lo hicieron estuvieron resguardadas en palcos familiares, lo cual significaba que apenas se las intuía, debido a la arquitectura de esos teatros. Este cambio se venía promoviendo desde mediados del siglo, aunque sin ningún éxito. Para lograrlo se habían esgrimido los argumentos más diversos: la democracia del país, el ser ciudadanos de un país civilizado, la comparación con otros países igualmente civilizados, la fama bien ganada e inmemorial de la alta cultura social de los bogotanos, la economía y otros. Solo con la construcción de los teatros Municipal y Colón se logró. La platea poco a poco había pasado de ser un lugar eminentemente masculino, incómodo, una amalgama desordenada desde donde se escuchaban chiflidos o aplausos extemporáneos, a un espacio con sillas individuales, más o menos cómodas, ocupadas por pequeñas familias que no podían pagar el alto precio de un palco.

El hecho fue de tal trascendencia que los periódicos lo registraron y fue noticia obligada durante varios días:

Nos fue muy grato ver que algunas distinguidas damas dejaron a un lado preocupaciones infernales y necias, asistieron a la última función del Teatro Colón, en asientos de platea, como se acostumbra en toda Europa, Estados Unidos y otros países americanos (El Telegrama, 21/09/1894: 2).

También en los palcos se produjo otro cambio, el de la vanidad y el escote. El palco se convirtió, especialmente en el Colón, en sitio predilecto de las “bellas” para lucir la última moda, las joyas, encajes, guantes, pañuelos perfumados y todo cuanto pudiera evidenciar alcurnia y dinero. Y el indispensable binóculo el objeto que permitía mirar mejor a los otros palcos, más que al escenario.

Si la prensa se había mostrado complacida con las damas usuarias de la platea, no vio con buenos ojos el desparpajo de las jóvenes y el exceso de polvos y colorete de la mayoría de ellas en los palcos, por lo cual se sintió obligada a llamar la atención de los padres de familia y advertir sobre los peligros que estaban corriendo las mujeres con dichas conductas. Así, el microcosmos social dentro de los teatros se dividió en varios grupos: la platea para las familias aficionadas, un tanto modestas, con recursos limitados y para hombres solos; los palcos para los apellidos y el dinero, y el paraíso para quienes reunían las condiciones de pobreza y afición.

Algo sobre los títeres

Una de las expresiones artísticas más querida y disfrutada por los bogotanos fue “el teatro diminuto” o la función de títeres; los cuales, a finales del siglo, habían alcanzado un alto grado técnico y de ejecución. Posiblemente fue el entretenimiento que más orgullo despertó y mayores elogios recibió. Si reconstruir la historia del teatro colombiano es una labor arqueológica lenta y difícil, hacer lo propio con la de los títeres es más complicado porque fue un arte que, a lo largo de la historia colombiana, se traslapó, fue subsidiario del teatro de actor o de otras manifestaciones culturales: carnavales, fiestas religiosas y de los pesebres, que pareció ser su escenario natural durante el siglo XIX. Sin embargo, la poca documentación existente da testimonio de la presencia de los títeres durante varios siglos; estos estuvieron desempeñando, unas veces un papel importante, y otras veces un tanto modesto. Historiadores mexicanos [1] basados en documentos valiosos, sostienen que, en ese país, la presentación de títeres se hizo después de las funciones del teatro de actor, en lugares no aceptados por el virreinato y la manipulación de los muñecos corría a cargo de los mismos actores del coliseo, pues estos encontraron así una forma de aumentar sus ingresos económicos.

También, es posible que al país hubiesen llegado, tempranamente [2], titiriteros o aficionados al espectáculo y aquí alcanzará un importante grado de madurez por la destreza de los indígenas en la elaboración de figuras articuladas y, posteriormente, la de los artistas-artesanos, quienes tuvieron mucho que ver en el desarrollo del teatro, porque, como decíamos antes, al finalizar el siglo los títeres traían sobre sí décadas y décadas de experiencia.

Los bogotanos adultos que gozaron con el pesebre del empresario Antonio Espina ya habían tenido esta experiencia, desde pequeños, con otros pesebres en los cuales se habían ido reflejando los cambios de los tiempos. Por ejemplo, en las navidades de finales de los años cincuenta, los títeres estuvieron cubiertos con el gorro frigio y se movieron delante de un telón que tenía la inscripción de: libertad, igualdad, fraternidad. Los mejores titiriteros de ese momento fueron Borda y Rueda.

Los pesebres bogotanos no sólo fueron famosos por los títeres, aunque estos últimos sí fueron famosos en los pesebres y allí alcanzaron, como espectáculo, una continuidad y expresión artística. Además del acostumbrado abigarramiento y anacronismo de las escenas, siempre fue un espacio aprovechable para incluir los adelantos técnicos espectaculares —entre otros la iluminación con velas de colores, luego con gas y, por último, con la electricidad—, y todo lo que significara novedad. Allí se presentaron fotografías, cosmoramas, dioramas y globos aerostáticos. Sirvió de escenario para presentaciones de enanos bailarines y cantantes, proporcionó a los niños el primer contacto con la ópera y la zarzuela. También en los pesebres los títeres pudieron hablar mal de sus gobernantes y criticar y caricaturizar a las élites económicas; como decía El Semanario, en el pesebre “ha encontrado la libertad de palabra sus últimos atrincheramientos, pues expresan cuanto todos sabemos y todos callamos” (El Semanario, 3/II/1887: 212).

En la década del ochenta el pesebre de Espina —como espectáculo público, no como devoción religiosa y entretenimiento familiar— fue el mejor, a tal grado que desplazó a los demás y terminó siendo el único; inició su recorrido tal vez en la Navidad de 1880 en el pequeño Teatro de Variedades, contiguo al Observatorio de Bogotá, y se mantuvo activo hasta 1894. Ocupó varios lugares, inclusive el Teatro Municipal, según las necesidades del espectáculo. Espina volvió más exigente a los bogotanos en materia de pesebres, de muñecos de arcilla y madera y de teatro diminuto. En abril de 1891 cuando llegaron los hermanos italianos Dell’Acqua con su compañía de fantocci tuvieron una fría recepción, a pesar de que el repertorio era atractivo, dado que los muñecos presentaban conciertos y como plato fuerte exhibía un “esqueleto animado y cuadros fantásticos de transfiguración y metamorfosis, de óptica y otros mecanismos importantes”. (El Heraldo, 25/03/1891: 3). A los italianos se les encontraron varios defectos, el más notorio de ellos fue el grosor de las cuerdas que movían a los muñecos, tanto que “hasta los miopes” las podían ver de lejos, como escribió la prensa; además, los precios resultaron ser altos para los bogotanos acostumbrados a pagar menos por este tipo de espectáculo.

Con dichos problemas el director de los fantocci, Guio Batta Dell’Acqua, imprimió una hoja suelta titulada “Justa explicación”, donde manifestaba su amor por el arte de los muñecos, desde hacía cuarenta años, y los altos gastos en que había incurrido para poder llegar a esta lejana ciudad, atraído por las noticias sobre la importancia de mostrar su arte a un público conocedor. La solidaridad, la rebaja de los precios de entrada y el cambio de las cuerdas hicieron que niños y adultos valorarán el trabajo de los hermanos Dell’Acqua. Después de los incidentes, el periódico El Heraldo registró con beneplácito: “Una de las mejores obras de la compañía de fantocci ha sido el grandioso baile en 10 cuadros titulado “Aída”, cuyas decoraciones, trajes y aparatos escénicos deslumbraron a la ocurrencia” (El Heraldo, 10/06/1891: 3).

Después de la muerte del pesebre Espina en los años noventa, el pesebre santafereño de Rafael Neira lo sustituyó con similares méritos. Neira había sido director de la compañía de Braulio Jiménez, en 1894, y con ella había viajado por el interior del país, presentando cuadros mimoplásticos y teatro de títeres. A partir de 1896 se residenció con su pesebre en Bogotá; todavía en 1899 los periódicos le dedicaban espacio y comentarios.

[1] Véase: Juan Pedro Viqueira Albán, 1987, pp. 53-133. Historiadores de otros países sostienen que los títeres llegaron a América con compañías de maromeros, prestidigitadores, actores, y no de forma independiente. Véase también: Ángel López Cantos, 1992.

[2] Beatriz Helena Robledo en el artículo “Hilos para una historia. Los títeres En Colombia” (1987), basada en un libro de Marjorie Batchelder y Virginia Lee Commer, sostiene que en el barco donde Hernán Cortés se dirigía por primera vez al nuevo mundo, venía un titiritero.

BIBLIOGRAFÍA CITADA

López Cantos, Ángel. Juegos, fiestas y diversiones en la América Española. Madrid: Mapfre, 1992.

Robledo, Beatriz Helena. “Hilos para una historia. Los títeres en Colombia”, en el Boletín Cultural y Bibliográfico, vol. XXIV, núm. 12, 1987, p. 27.

Viqueira Albán, Juan Pedro. ¿Relajados o reprimidos? Diversiones públicas y vida social de México durante el Siglo de las Luces. México: Fondo de Cultura Económica, 1987.

 

 

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